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CRONICAS VALLENARINAS DEL AYER Paseos a la playa y el “Tren Excursionista”



Hoy que no tenemos actividades públicas, sociales ni grupales, los medios de comunicación han recurrido casi exageradamente a los recuerdos. Me imagino que se ha percatado de aquello. Entonces, para no ser menos, en estas crónicas del ayer, aprovecho de preguntar: Quién se acuerda del famoso “Tren Excursionista” a Huasco?...

Hablamos de fines de los años sesenta, cuando comenzó a recorrer durante los fines de semana de enero y febrero este servicio que entregaba Ferrocarriles del Estado a los vallenarinos. En Copiapó también pasaba algo similar con viajes a Caldera. En nuestro caso, obviamente, el recorrido se extendía hasta el bello puerto de Huasco.
 
Tal vez resulte risible para las nuevas generaciones saber que los niños de aquel entonces nos preparábamos con exultante ánimo para viajar el día en que nuestros padres compraban los pasajes. De hecho, la noche anterior al viaje, la mayoría ni siquiera dormía de ansiedad, esperando pronto el amanecer, porque a las 7 de la mañana ya teníamos que ir “cascando”, como decía mi padre, con rumbo a la estación ubicada en la Alameda Manuel Antonio Matta.

Preocupadas de todo, como siempre, nuestras madres se afanaban en un pequeño e importante detalle: preparar jugo de tomate para rociarnos en el cuerpo y evitar las quemaduras. Naturalmente, no existían en el mercado las cremas protectoras de los rayos del sol, ni menos de los rayos ultravioletas. Yo creo que ni los conocíamos.

Obviamente, lo primero que alistábamos era la pelota de futbol, luego la carpa que más bien eran sábanas viejas que nuestras madres cosían para levantarlas con listones de caña que, al poco rato, el viento levantaba de cuajo.Cómo olvidar que más bien parecíamos “burros de carga”, pero íbamos felices caminando junto a los primos y hermanos. Demás está decir que por esos años no existían los taxis colectivos, así es que nos íbamos a patita no más hasta la estación, portando en un brazo la “carpa”, en otro el saco de carbón, los otros llevaban la parrilla, otro la bolsa con el cocaví, una prima llevaba la sandía, y el más chico se encargaba de la pelota.

A pesar que nos trasladábamos a solo 50 kilómetros de distancia, para nosotros como cabros chicos, era una verdadera aventura, casi una odisea, porque además era la andanza que íbamos a llegar contando al regreso a clases, cuando la profesora nos dijera: “saquen una hoja del cuaderno y escriban lo que hicieron en verano”.

Una vez en el tren, y luego que el circunspecto inspector nos cortaba los boletos, disfrutábamos del paisaje que existía en el camino, muy diferente al que vemos hoy, porque durante todo el trayecto podíamos ver un nutrido verdor, con álamos y eucaliptus al borde de la línea férrea. Lamentablemente, las panaderías “hicieron su pega” y compraron (o devastaron) todos esos árboles. Hoy solo vemos desolación.

En realidad, más que un descanso, al final era un martirio, pero llegábamos contentos, porque habíamos salido del barrio, al menos, por un día; habíamos aspirado el aroma del mar, nos habíamos bañado en la hoy desaparecida “Playa Chica”; aprovechamos de ir al “Cine Valencia” que estaba frente a la Plaza San Pedro; en el tren mis padres compraban el rico sándwich de pescado.

Al regreso, tras dejar los bártulos en la casa, venía el baño con la manguera para sacarnos la arena y de inmediato a pichanguear en la canchita de tierra del barrio.

¡Qué lindos recuerdos de aquellos años que, obviamente, los milenians actuales no comprenderán, porque no podrían imaginar cómo vivíamos felices sin internet, sin celular, sin whatsap, sin Netflix… ni siquiera teníamos aun televisión en blanco y negro… pero éramos felices… o no?


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