Hoy quiero hacer un pequeño recuerdo de mi
querida Escuela Superior de Hombres N° 1, por donde pasaron miles de alumnos
que, con el tiempo, llegaron a ser importantes ciudadanos de este país, siendo
ilustrados por destacados maestros que, estoy seguro, quienes fuimos sus
alumnos no hemos olvidado, a pesar del paso de los años. Y, con esto que digo,
creo interpretar a muchos ex compañeros de dicho colegio.
Ese hermoso edificio de dos pisos, con 24
ventanales frontales de pequeños vidrios y 17 pilares enrejados que protegen
los antejardines, fue inaugurado en 1913. Hace 7 años cumplió su centenario y,
lamentablemente, no hubo ningún acto conmemorativo.
Cómo olvidar aquel primer día de clases, en
marzo de 1968, entrando de la mano de nuestra madre y encontrándonos de frente
con ese hall majestuoso, sus corredores superiores del segundo piso y esas
escaleras amplias y vetustas por cuyas barandas pulidas se deslizaban guarda
abajo los más palomillas.
Parados allí, en el centro, con la mirada de
un niño, nos parecía un edificio imponente, que asustaba por su majestuosidad,
con su largo corredor del “patio grande” y, hacia el lado naciente, el “patio
chico”, donde estaba la sala de clases del primer año “A”, a cargo de la
profesora María Murillo, con quien aprendí a leer.Contiguo estaba el Primero B,
a cargo de la profesora Nora Cruz, y el kíndergarden, bajo la tutela de la
maestra Silvia Viñales.
Me parece que fue ayer cuando jugamos las
primeras pichangas en el “patio chico” que era de tierra, para después ir al
baño que colindaba con los servicios higiénicos del “patio grande”. Allí, al
frente, estaba un moral, al que le hacíamos puntería para botar algunos frutos.
Recuerdo que en 1968 o 1969 los “chascones”
de los cursos superiores se tomaron la escuela durante una semana en protesta
por la reforma educacional de aquellos años que aumentaba la educación primaria
en dos años, creándose los sexto y octavo básico y, temporalmente, nos
trasladaron a la Escuela Superior de Niñas N° 5. Como cabros chicos, no
entendíamos “ni jota” lo que eso significaba, a pesar que una prima “se fue de
fleta” por parte de sus padres cuando acabó el movimiento y llegó a la casa muy
“chicha fresca”, como que si nada hubiera pasado. Eran otros tiempos y
resultaba inconcebible para los padres que hicieran vida en común encerrados
adentro de una escuela.
La película “Machuca” me trajo
ilustrativos recuerdos de mi paso por esa querida escuela. Siendo un niño de
población, tuve la ocasión de compartir sala con un hijo del máximo jefe de la
CAP en aquel entonces en Vallenar; otros dos eran hijos de profesores, el padre
de otro era un connotado empresario de la zona y hasta el hijo del
concesionario del Club Social conformaba mi entorno de amistad. Así, por
ejemplo, recuerdo a Pedro Moukarzel, Pedro Alquinta, Antonio Kreuz, Sergio
Olivares, Ricardo Adaros, Julio Noemi y Humberto Rojas,
Hasta que llegamos al “patio grande”, porque ya
estábamos en cuarto básico. Todo era distinto, el patio le hacía honor a su
apelativo: era verdaderamente grande. Ahí se hacían las revistas de gimnasia y
el público -los padres y familiares- se ubicaba en la gradería del costado
poniente, en cuyos extremos había dos pilones, donde tomábamos agua después de
tanto jugar a la pelota o correr al juego del “paquito ladrón”.
Cómo olvidar los privilegios que significaba
ser “semanero” (a cargo del aseo semanal) y de la “brigada escolar”, los
responsables de custodiar -cual carabineros chicos- la salida de nuestros
compañeros, ubicándonos en las esquinas exteriores del edificio, ataviados con
los guantes blancos, una cinta atravesada en nuestro pecho, tipo
bandapresidencial, y una boina color verde petróleo.
Izar la bandera en los actos del día lunes
era también un privilegio, lo mismo que tener a cargo el diario mural del
colegio, con las efemérides de la semana correspondiente o ser seleccionado por
la ADEP (Asociación Deportiva Escolar Primaria) para conformar alguna selección
de la escuela.
Estando en séptimo básico (1973), llegaron
las primeras tres mujeres a la escuela que, hasta entonces, era exclusivamente
varonil. Las recuerdo perfectamente: una rubia de pelo largo llamada Jeanette,
a la que todos pretendíamos agradar; una colorina de pelo ondeado de nombre
Zarella y una morena chica, la menos agraciada. Ese mismo año, llegaron también
unas jovencitas profesoras que convulsionaronel ambiente masculino. Era el
tiempo de la minifalda y nos parecían exquisitas. Entiéndase, estimado lector,
que estábamos en el despertar de la sexualidad. Citaré el nombre de dos de
ellas: Iris y Ana: hermosas, fragantes y cariñosas con los alumnos.
A la hora de citar profesores, corro el
riesgo de olvidar a muchos, pero entiéndase que esto es solo un “resumen”
histórico. Por lo menos, nombraré a los que algún día me hicieron clase: Pedro
Barraza, Héctor Mancilla, René Mella, Mario “Camarón” Rojas, Gastón Rivera,
Rurico Cruz, Manuel Ramos, René “Loco” Ríos, Guillermo Viñas, Eduardo Yapur, Pedro
Salgado, Rolando Zepeda y Samuel Castillo.
El año
pasado entré a la que un día fue mi primera sala de clases y comprobé que ahora
está convertida en una de las dependencias de la biblioteca municipal “Horacio
Canales Guzmán” y mentalmente ubiqué el sitio donde me sentaba. Me emocioné al
pensar que habían transcurrido 50 años cuando ingresé allí por primera vez a
esa salita.